viernes, 19 de noviembre de 2010

Excusados no tan inocentes


Como una buena rubia y un más tópico periodista les voy a dar noticia aquí, en mi opening night, de un libro que aún no leí y que puede probablemente no lea nunca. Pero no me cabe duda de que citaré en docenas de ocasiones, sobre todo en conversaciones con sospechosos habituales de este blog, la tesis principal que mantiene la sociológa Sheila L. Cavanagh en su nuevo trabajo titulado “Queering Bathrooms: Gender, Sexuality, and the Hygienic Imagination” (University of Toronto Press, 2010). Estudios de campo en cuartos de baño: la fenomenología hecha Academia, o lo que es lo mismo, cómo sacar partida doble de tus noches de farra y aumentar así tu experiencia investigadora mientras aguardas las colas de los meaderos nocturnos. Para cagarse.

Bueno, por expeler de una sola porción la tesis de la autora, en resumen la profesora sostiene que las comunidades gay, lésbicas, bisexuales y transexuales, además de quienes basculan entre unas y otras depende de la noche cerrada de los sueños, han de afrontar con soltura y cierta incomodidad la imposición de una norma social excluyente (otra más) cuando les entran ganas de dar de cuerpo aguas mayores y menores. Porque claro, para otras cuestiones o apretones, uno nunca repara en donde se mete.

La buena mujer parece haber obrado una explicación de cómo la separación heteronormativa –esta palabra la usa para darse un baño de cientificismo- de los baños públicos, impuesta social y subrepticiamente por toda esa plétora de iconos colgantes en las puertas de los servicios (pipas humeantes, sombreros cordobeses, siluetas de Fred Astaire, símbolos del círculo y la flecha, para ellos; polisones, abanicos, Ginger Rogers acartonadas y círculos con cruces para ellas), no son sino flechas y cruces hirientes para quienes no se ajustan a esas divisiones tan dicotómicas. O sea, que desde que uno aprende a mear solo, y ya no entra con su madre donde a ella le parece, estas puertas crean ya un cierto reparo a la psique de muchas personas de las grandes ciudades de USA and Canadá. 

Al parecer, el libro se recrea en ofrecer fórmulas más imaginativas para el diseño inclusivo de posibles baños públicos. Espero que vayan más allá de la manida sitcom que originaba el cuartito común de “Ally McBeal”, que en la televisión española sólo se atrevió a importar la versión cañí de “Betty la fea”. Pero yo no puedo dar ideas de cómo han de ser estos baños, porque aún no me aclaro de cómo ni cuándo voy a reformar el mío (me han invitado a una fiesta privada de inauguración de baño, a ver si tomo ideas, además de buscar el papel, actividad furtiva que siempre me persigue cuando voy de visita y me voy de bareta o de baretos). A mí la “Hygienic Imagination” sólo me da para elucubrar, hogareñamente hablando, sobre cuándo me tocará cambiar la bombona.  

Con independencia de que la tesis, la metodología, las muestras y las conclusiones de Cavanagh sean o no dignas de ser tenidas en cuenta (o sea, una cagada), el tema en cuestión  de los gregarios lugares públicos de aseo es bastante sugerente. ¿Quién no se acuerda de los semáforos de cartulina que se exhibían junto a la puerta de la clase en el colegio, para dar cuenta de si alguien andaba por allí aliviándose? ¿Quién no se ha sentido amenazado por no saber qué se puede encontrar en un baño? ¿Quiénes no han usado los retretes como escenarios de escarceos y estrenos amatorios o románticos? Si las letrinas hablaran, ¿hablarían en prosa o en verso? ¿Por qué un compañero de mi trabajo se escandalizó al tener que compartir excusado con las compañeras? ¿Ha de sentirse uno culpable cuando en un bar no encuentra a las claras el lugar que supuestamente le corresponde para dar rienda suelta a sus excrecencias? ¿Por qué hay baños públicos con llave y otros solicitan consumiciones o impuestos revolucionarios para el orín? ¿Es más humillante que te pillen con los pantalones bajados, sentado a la taza, o pillar a alguien en esa misma pose? No sé, esta autora, buscando su trono, me ha hecho recordar grandes momentos de mi vida asociados a cuartos de baño públicos. No es que sea George Michael, no crean. Pero soy de los que nunca repara en heteronormatividades cuando llega la hora de dar de mí.

Un último excretor: para festejar el lanzamiento del libro y el incremento de los sexenios sexuales de la investigadora, los editores organizaron con la autora y unos amigos suyos DJ´s y fotógrafos una ruta por baños públicos de Toronto. Fue a finales de octubre, chicos, llegamos tarde. Pero se ve que con tal de aumentar su expediente no se constriñe nadagh la Cavanagh. 

En fin, zurrapa somos, en zurrapa nos convertiremos, y por los retretes donde entremos nos encontraremos y nos retrataremos. 

EL MERODEADOR

jueves, 4 de noviembre de 2010

POEMAS PARA LOS HOMBRES QUE SUEÑAN CON LOLITA

COME ON GIRLS!!
Do you believe in love? Cos' I got something to say about it and it goes something like this...;-)

Sí, así es como yo inauguro este blog, con esta ambición, poder y determinación que tenéis que tener las que queréis ser rubias y pertenecer de verdad a este blog. Porque aquí...la única rubia de verdad soy yo.
La más rubia de todas las rubias, la más lolita de todas, soy yo.

Aparte de esto, hay algo que necesita este blog que no veo y que puede acabar con su existencia de forma inminente. Y es sensualidad (la rubia de la portada de al lado es puramente SEXUAL, que me parece bien también). Una buena rubia tiene que tener mucha sensualidad para serlo de verdad.Este blog tiene que ser un grito de autoafirmación de lo que significa ser rubia y leer como una rubia de verdad. Y esto es lo que tiene una Lolita: sensualidad e inocencia fingida. Y de lo que habla la autora Kim Morrisey que cita Camille Paglia en su libro "Vamps and Tramps. Más alla del feminismo" (que os recomiendo a las que queráis enfrentaros a una lectura beligerante, agresiva pero tremendamente sincera).

Según ella "quiere que la gente nunca más pueda volver a decir la palabra "Lolita" diciéndola de la misma forma tópica"...mezclándolo con un ingrediente incestuoso. Este es un trozo de sus poemas....

(Imégenes semioníricas de una muchacha en un columpio se superponen a su cara, acompañadas de gritos distorsionados en un patio).
"Padrastro, en algún lugar entre la oscura mancha sobre los azulejos y las toallas amontonadas en la parte de atrás del lavabo, dejas tu maletín. Puedo marcharme si quiero. Hoy me estás dejando elegir. Veo mi cabeza girar en el espejo, el pelo fino echado hacia atrás con los dedos, atado en el nacimiento de mi cuello como un arco, saboreo tu pelo en el fondo de mi garganta, cables tensos sobre la punta de mi lengua. Hoy es el día que tomamos las decisiones. Tú o la familia adoptiva. Tú o la silla".

Y esto sólo para abrir boca.Volveré. Con la misma determinación  de ahora, algo que nosotras, RUBIAS, tenemos que tener.

Para finalizar, un documento visual de la "ambición rubia" y un grito desesperado a este blog para que no tenga alma de "acabada". Otro dia hablamos de su libro "Sex" o de Lady Di. Besos cariñosos a todas:

http://www.youtube.com/watch?v=QbHDhEiVt6M

Chendo Superstar

¿Autojustificación sincera o falsa modestia?

Elvira Lindo (Cádiz, 1962) ha publicado en el 2010 un libro, Lo que me queda por vivir, que probablemente llevaba madurando desde hacía mucho tiempo. En su promoción ha reconocido que es el que más miedo le ha dado escribir y, sobre todo, entregar al público. Y no es de extrañar, siempre es duro exponerse. Pero con cuarenta y ocho años las cosas deben verse de otra manera y tras recibir el beneplácito de su marido, hijo (co-protagonista de la obra) y de ciertas amistades, se ha atrevido.
Aviso para navegantes: este libro te gustará si ya te gusta Elvira, así de simple. Dejando de lado la polémica sobre sus posibles rasgos autobiográficos (obvios, por otra parte) o su vertiente autoficcional (estilo todavía no muy bien visto en este país), resultaría bastante simple criticarle la cobardía de no asumir más allá de lo políticamente correcto las referencias personales que plagan el libro. En su derecho está, ya sea por querer proteger la intimidad de conocidos y personas de su entorno o simplemente por protegerse a ella misma. En este sentido, más meritorio es descargar sobre el lector confesiones de calado, sean suyas, depositadas en ella desde la confianza o captadas en otras relaciones sociales:
“Cómo se hace para pedir ayuda, para contarle a alguien que un desgarro interior no te deja dormir, cómo se llega a comprender que hay amores que han caducado, que prolongarlos es pudrirlos, cómo aprende uno a defenderse, a tener dignidad y no desear la compañía de quien sabes de antemano que te destruye, cómo distinguir entre amor y obsesión, por qué luchar por lo que ya no te pertenece, cómo se hace para estar triste sin humildad, cómo aprender a comportarse correctamente, de tal manera que no tengas que pasar la vida rumiando errores que duelen más que por su gravedad por la cantidad de veces que los has repetido”.
Comentamos al hilo de esta cita varios aspectos del libro. Primero, el estilo de Elvira a veces flaquea, es cierto. Puede llegar a sonrojar, también. Excelente a la hora de captar las voces que pueblan este país, como en las películas corales españolas que tanto defiende, la autora sigue sin encontrar una suya propia que quede bien definida, con escasos hallazgos estilísticos, cierto abuso de algunos lugares comunes y titubeos entre la óptica infantil, juvenil y adulta. Sin embargo, está en el buen camino, y pronto logrará distanciarse lo justo de su tono de comentarista jocosa en radio y columnas de prensa, de su gravedad exagerada en asuntos que lo requieren, de su estudiada superficialidad de novelas para adolescentes y otras publicaciones, para poder desarrollar un estilo que se ajuste a este tipo de contenido.
En segundo lugar, hay que destacar en la obra el proceso de redención que Elvira experimenta y ha tenido la generosidad de compartir. Este proceso es múltiple y atañe a muchas dimensiones personales, desde la relación con sus raíces en un pueblo de personajes cercanos y a la vez extraños (como el muy interesante retrato de la tía solterona) y su estigma de incomprendida (demasiado moderna para el pueblo, demasiado cateta para la ciudad) hasta  su continuo sentimiento de culpa respecto a una maternidad mal llevada: “Las madres, las otras, no cantaban canciones tristes que el niño aprendía como si fueran melodías infantiles pero que inoculaban en su corazón infantil un poso de melancolía que le habría de acompañar siempre. Las madres no le cantaban al niño Cuesta abajo, aquella canción del hombre que daba tanta pena porque tenía voz de muerto”.
En tercer lugar, y es aquí donde el libro puede tener cierto tufillo a falsa modestia, Elvira se deja seducir por la ilusión de la autojusticación. Si bien nos avisa (“Tengo la poco aconsejable costumbre de juzgarme muy duramente, de hurgar en lo que me produce desconsuelo”), no logramos evitar ver cierta falsedad en la explicación de unas malas decisiones con los hombres, el trabajo, la educación de un hijo, etc. que, al final, terminan bien. O no tan bien. Pero así es la vida, ¿no?
Se agradece, por otro lado, que toda esta explicación personal se nos haga llegar con una mueca de humor (“Mi padre siempre dijo que yo atraía el dinero […] tal vez no demasiado dinero, pero sí el suficiente para no tener que preocuparme por él”) o desde la intimidad del corazón (sobre todo en el análisis de las relaciones amorosas: “Yo era como una adolescente que se enfrenta a un aborto en solitario, tan torpe que no ha sabido granjearse la compañía de una amiga cómplice. Sólo contaba con un hombre que en esos momentos fumaba en la calle, incapaz de superar su despecho de la misma manera en que yo había sido incapaz de reconocerle como mi pareja”). Sin embargo, en esto reside la mayor virtud de esta obra de transición en la producción de la escritora, en la valentía, a la que no ha dado nada de bombo, de habernos abierto una ventana a un universo personal que nos puede gustar más o menos, pero que al menos posee la riqueza de la complejidad emocional de toda persona y que servirá puntualmente como justa catarsis para algunos. De ahí que se le perdone esta cierta falsa modestia, porque al final, su hijo, el eje que vertebra unos años de desarrollo personal que sirven para crear una imagen cercana de Elvira (y advertimos que se abstengan de leer el libro aquellos que busquen el enésimo retrato manido de los ochenta madrileños), termina encandilando, gracias a su carácter pero, sobre todo, al cobijo existencial que esta mujer frágil y confundida le va dando. Y como ejemplo, aunque el capítulo favorito de la autora sea El huevo Kínder, valga esta cita hacia el final del último, uno de los muchos recuerdos de las soledades de la madre y el hijo:
“Llegaría septiembre, con su renovada energía escolar y la melancolía de los últimos días amarillos del verano, y tras ir a los almacenes para comprar el nuevo babi, la mochila y los lápices de niño parvulario, volveríamos a casa, con la mano en la frente para impedir que un viento violento e inesperado nos metiera la arena del parquecillo en los ojos. Mi falda se hincharía como un globo y, luego, la fuerza del aire la subiría para arriba como un paraguas vuelto del revés. Y entonces descubriría en los ojos del niño qué es lo que ocurre cuando en una mente, que aún bascula entre lo mágico y lo real, se presenta el temor de que su madre sea arrancada de la tierra y se aleje en el cielo hasta desaparecer, como el globo que se le escapa a uno de la mano”.
Lectura para fans, pero también para nuevos lectores capaces de acercarse a ella sin mucho prejuicio.
Adolfo Sánchez