jueves, 4 de noviembre de 2010

¿Autojustificación sincera o falsa modestia?

Elvira Lindo (Cádiz, 1962) ha publicado en el 2010 un libro, Lo que me queda por vivir, que probablemente llevaba madurando desde hacía mucho tiempo. En su promoción ha reconocido que es el que más miedo le ha dado escribir y, sobre todo, entregar al público. Y no es de extrañar, siempre es duro exponerse. Pero con cuarenta y ocho años las cosas deben verse de otra manera y tras recibir el beneplácito de su marido, hijo (co-protagonista de la obra) y de ciertas amistades, se ha atrevido.
Aviso para navegantes: este libro te gustará si ya te gusta Elvira, así de simple. Dejando de lado la polémica sobre sus posibles rasgos autobiográficos (obvios, por otra parte) o su vertiente autoficcional (estilo todavía no muy bien visto en este país), resultaría bastante simple criticarle la cobardía de no asumir más allá de lo políticamente correcto las referencias personales que plagan el libro. En su derecho está, ya sea por querer proteger la intimidad de conocidos y personas de su entorno o simplemente por protegerse a ella misma. En este sentido, más meritorio es descargar sobre el lector confesiones de calado, sean suyas, depositadas en ella desde la confianza o captadas en otras relaciones sociales:
“Cómo se hace para pedir ayuda, para contarle a alguien que un desgarro interior no te deja dormir, cómo se llega a comprender que hay amores que han caducado, que prolongarlos es pudrirlos, cómo aprende uno a defenderse, a tener dignidad y no desear la compañía de quien sabes de antemano que te destruye, cómo distinguir entre amor y obsesión, por qué luchar por lo que ya no te pertenece, cómo se hace para estar triste sin humildad, cómo aprender a comportarse correctamente, de tal manera que no tengas que pasar la vida rumiando errores que duelen más que por su gravedad por la cantidad de veces que los has repetido”.
Comentamos al hilo de esta cita varios aspectos del libro. Primero, el estilo de Elvira a veces flaquea, es cierto. Puede llegar a sonrojar, también. Excelente a la hora de captar las voces que pueblan este país, como en las películas corales españolas que tanto defiende, la autora sigue sin encontrar una suya propia que quede bien definida, con escasos hallazgos estilísticos, cierto abuso de algunos lugares comunes y titubeos entre la óptica infantil, juvenil y adulta. Sin embargo, está en el buen camino, y pronto logrará distanciarse lo justo de su tono de comentarista jocosa en radio y columnas de prensa, de su gravedad exagerada en asuntos que lo requieren, de su estudiada superficialidad de novelas para adolescentes y otras publicaciones, para poder desarrollar un estilo que se ajuste a este tipo de contenido.
En segundo lugar, hay que destacar en la obra el proceso de redención que Elvira experimenta y ha tenido la generosidad de compartir. Este proceso es múltiple y atañe a muchas dimensiones personales, desde la relación con sus raíces en un pueblo de personajes cercanos y a la vez extraños (como el muy interesante retrato de la tía solterona) y su estigma de incomprendida (demasiado moderna para el pueblo, demasiado cateta para la ciudad) hasta  su continuo sentimiento de culpa respecto a una maternidad mal llevada: “Las madres, las otras, no cantaban canciones tristes que el niño aprendía como si fueran melodías infantiles pero que inoculaban en su corazón infantil un poso de melancolía que le habría de acompañar siempre. Las madres no le cantaban al niño Cuesta abajo, aquella canción del hombre que daba tanta pena porque tenía voz de muerto”.
En tercer lugar, y es aquí donde el libro puede tener cierto tufillo a falsa modestia, Elvira se deja seducir por la ilusión de la autojusticación. Si bien nos avisa (“Tengo la poco aconsejable costumbre de juzgarme muy duramente, de hurgar en lo que me produce desconsuelo”), no logramos evitar ver cierta falsedad en la explicación de unas malas decisiones con los hombres, el trabajo, la educación de un hijo, etc. que, al final, terminan bien. O no tan bien. Pero así es la vida, ¿no?
Se agradece, por otro lado, que toda esta explicación personal se nos haga llegar con una mueca de humor (“Mi padre siempre dijo que yo atraía el dinero […] tal vez no demasiado dinero, pero sí el suficiente para no tener que preocuparme por él”) o desde la intimidad del corazón (sobre todo en el análisis de las relaciones amorosas: “Yo era como una adolescente que se enfrenta a un aborto en solitario, tan torpe que no ha sabido granjearse la compañía de una amiga cómplice. Sólo contaba con un hombre que en esos momentos fumaba en la calle, incapaz de superar su despecho de la misma manera en que yo había sido incapaz de reconocerle como mi pareja”). Sin embargo, en esto reside la mayor virtud de esta obra de transición en la producción de la escritora, en la valentía, a la que no ha dado nada de bombo, de habernos abierto una ventana a un universo personal que nos puede gustar más o menos, pero que al menos posee la riqueza de la complejidad emocional de toda persona y que servirá puntualmente como justa catarsis para algunos. De ahí que se le perdone esta cierta falsa modestia, porque al final, su hijo, el eje que vertebra unos años de desarrollo personal que sirven para crear una imagen cercana de Elvira (y advertimos que se abstengan de leer el libro aquellos que busquen el enésimo retrato manido de los ochenta madrileños), termina encandilando, gracias a su carácter pero, sobre todo, al cobijo existencial que esta mujer frágil y confundida le va dando. Y como ejemplo, aunque el capítulo favorito de la autora sea El huevo Kínder, valga esta cita hacia el final del último, uno de los muchos recuerdos de las soledades de la madre y el hijo:
“Llegaría septiembre, con su renovada energía escolar y la melancolía de los últimos días amarillos del verano, y tras ir a los almacenes para comprar el nuevo babi, la mochila y los lápices de niño parvulario, volveríamos a casa, con la mano en la frente para impedir que un viento violento e inesperado nos metiera la arena del parquecillo en los ojos. Mi falda se hincharía como un globo y, luego, la fuerza del aire la subiría para arriba como un paraguas vuelto del revés. Y entonces descubriría en los ojos del niño qué es lo que ocurre cuando en una mente, que aún bascula entre lo mágico y lo real, se presenta el temor de que su madre sea arrancada de la tierra y se aleje en el cielo hasta desaparecer, como el globo que se le escapa a uno de la mano”.
Lectura para fans, pero también para nuevos lectores capaces de acercarse a ella sin mucho prejuicio.
Adolfo Sánchez

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